manocruel ©

1.10.04

Estás en tu oficina, moviendo papeles, atendiendo teléfonos, leyendo cosas que te importan una real nada, números y estadísticas, faxes y memorándums, ¡hágalo ya! que tiempo es dinero. Uno de tus compañeros (sentado a escasos tres metros de tu escritorio) te envía un e-mail con una película en la que un niño negro es circuncidado, entre gritos de terror, con una cuchilla y sobre una piedra. Voltea la cabeza y te dedica una sonrisa idiota esperando tu complicidad. Luego te envía otro e-mail preguntándote si querés tomar café.

Algunos mundos encuentran sus límites ahí.

Salís y millones de tipos inundan la calle, encadenados a sus valijas, a sus corbatas y celulares, a sus amantes y ambiciones, arrastrando el peso de sus sueños muertos, enterrados o vendidos a precio de miseria, de aquí para allá, dale que te dale hasta el último de sus días.

Entre tanto, la mano sigue ahí tendida, casi siempre pidiendo y, cuando da de comer, ofreciendo sólo migajas. Entonces dan ganas de reventarle los dedos a martillazos, meterle a patadas las migas por el culo y tomar por asalto lo que sospechás que, de alguna manera, en algún momento, te fue quitado: tu vida. Y esta es, se me ocurre, la actitud más saludable de todas las posibles.

A menudo me pregunto si puedo cambiar algo, si hay alguien en este mundo con verdadera voluntad de hacerlo, si soy capaz de decidir qué cosas realmente importan, si hay algo que verdaderamente importe, o si sería mejor dejar de hacerse preguntas y mandar todo a la mismísima mierda.