manocruel ©

7.6.08

Acababa de dormir una siesta envidiable. La elección del escondite no pudo ser más acertada y la sombra de los cartelotes de marlboro le otorgó la indispensable cuota de frescura a su descanso diario. Era la hora de la merienda y, por no demorarse vigilando lo que pudiera venir de los flancos, desbordante de vitalidad (alimentado comúnmente a la manera en que todo insecto aspiraría a hacerlo), abandonó su madriguera oscura y se lanzó como un bólido, alocado, atravesando la vereda. Repentinamente deslumbrado por la furia del sol estival, se detuvo a medio camino a examinar el horizonte nuevo y luminoso que lo saludaba a cachetazos. Tras el instante obligado de ceguera, se reveló ante sus sentidos (como un pollo dorándose al spiedo a la hora de la cena, con su encantador movimiento circular y su embriagador perfume) un suculento cúmulo de desperdicios urbanos cociéndose lentamente al calor del pavimento. Sin pensarlo una sola vez, con el frenético concierto de tripas segándole la razón, reemprendió su carrera kamikaze en procura del indispensable abastecimiento.

Sólo por azar caminábamos por ahí y a esa hora es raleado el tránsito de peatones. Nos vio, evidentemente, a pesar del arrebato que lo impulsaba, y es seguro que haya adivinado, en nuestro andar despreocupado, a su enemigo primigenio, a su más ancestral antagonía. Viró noventa grados y enfiló desafiante hacia nosotras. Profundamente asqueadas -y con un par de pisotones- pusimos fin a su pueril omnipotencia posmoderna. Y seguimos camino. Ahí quedó su cadáver despanzurrado. Sus extremidades graciosamente dislocadas. Sus tripas grisáceas friéndose junto a la basura semidescompuesta. ¡Que aprendan estos bicharracos a quién pertenece este mundo y vean de lo que somos capaces las cucarachas!


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si vuelven soda stereo y los cadillacs, también puedo volver yo.